No cambio este momento por nada. Nada puede interrumpirlo, sólo el reloj y el tiempo que tiene de duración el momento. Lo que ha de durar ha de durar. Y yo trato de atraparlo para la posteridad, a través de estas palabras, para que en el futuro, cuando no haya más de estos momentos, pueda al menos recordar una mínima parte de ellos y agradecerle a la vida por habérmelos dado.
Soy madre. Finalmente me convertí en madre de un encantador niño. Ahora mi hijo tiene un año dos meses. Es perfecto. Está sano, es hermoso y tiene una gran personalidad. Y este es mi momento favorito del día: es la tarde, el sol comienza a esconderse, pintando los cielos de un tenue tono rojo. Muy tenue en esta época del año. Estamos en otoño y pronto llegará el invierno, que se anuncia ya con un viento frío que sopla a la cara, aunque el sol sigue calentando aún lo suficiente como para vestir con un suéter ligero. El invierno se aproxima, y con él mi época favorita del año: la Navidad. Y esta vez he de vivirla con mucha más magia y con renovada alegría: será la primera Navidad de Bernardo, y mi primera Navidad de mamá, con hijo. Ya no será sólo mía. Ahora siento el compromiso de enseñarle a Bernardo de qué se trata esa hermosa época del año, qué significan los festejos y las costumbres alrededor de esta celebración.
Pero retomando el momento, estoy haciendo lo que más me gusta: escribiendo, mientras me tomo un té y unas galletas. Mi perro descansa a mis pies, y Bernardo duerme su siesta. Acabo de dejarlo en su cuna. Lo tuve en brazos por unos 20 minutos, pues algo lo despertó de su sueño y comenzó a llorar muchísimo, tanto que pensé que le dolía la panza. Pero en realidad, bastó con arrullarlo en mis brazos y darle su chupón para que se quedara dormido de nuevo, plácidamente. Mientras lo escuchaba respirar, retomé una lectura sobre las mamás que se quedan en casa y recordé que el domingo pasado fui a misa y sentí la necesidad de hablar con un padre. Le dije que me sentía mal agradecida con Dios porque no oro todos los días. Le dije que me sentía mal agradecida porque sólo me acuerdo de él para pedirle que nos cuide siempre, que nos proteja de todo mal a mí y a mi familia. Y lloré porque en el fondo de mi ser habita el miedo: el miedo de perder esta vida tan perfecta que tengo. El miedo de que lleguen las desgracias, las enfermedades, los malos momentos; el miedo de que mi hijo sufra verdaderamente, el miedo de perderlo o de abandonarlo. El miedo de perder la estabilidad, la paz, el amor y la familia. Y lo que el padre me contestó fue que en el hacer y en el padecer está Dios. Dios está en todo momento, no sólo en los momentos de alegría o en los de tristeza. Dios está en todo momento, y si pasan esas cosas hay que tomarlas con otra actitud: algo nos estarán enseñando, como a ser más espirituales en lo que hacemos o en nuestra forma de pensar; en cómo tratamos a nuestro prójimo o en cómo hacemos las cosas que hacemos todos los días. Y me habló de la Virgen, y de la entereza con la que padeció el sufrimiento de su hijo en la cruz. “No estaba gritando desesperada, enloquecida, ‘¿Por qué a mi hijo?’, tomó la situación con gran valor. Qué mujer tan valiente, qué entereza de madre”. Eso me dijo el sacerdote, mientras yo secaba mis lágrimas con un kleenex pensando que en efecto, ninguna madre queremos ver sufrir a nuestro hijo, y cómo podemos enfrentar situaciones tan difíciles con entereza y con calma, y con la fe en que Dios no nos abandona, que Dios está ahí y que todo va a estar bien. Me conmovió mucho pensar en la Virgen María y en todas las madres que ven sufrir a sus hijos. El padre mencionó a los secuestrados y me dijo que, en efecto, todas esas cosas existen y los tiempos están muy complicados, pero no hay nada como gozar la vida, disfrutarla con fé, entender que las cosas “feas” suceden y ni hablar, pero no debemos estar pensando en ellas sino disfrutando los tiempos de calma con alegría y agradecimiento. Estar convencidos de que el día que llegue una enfermedad, un evento inesperado, un sufrimiento, no estaremos solos y alguna lección habrá de traernos dicho suceso, por más doloroso que sea, y que quizá saldremos más fortalecidos y con una espiritualidad más profunda.
Sin duda, no dejaré de rezar y de rogarle a Dios que me cuide a Bernardo, que lo deje llegar muy lejos, sano y feliz, y que me de la mayor cantidad de años posibles para cuidarlo, acompañarlo y verlo hacer su vida. Hoy, por lo pronto, disfruto este momento glorioso: todo es calma, el teléfono está descolgado, y nada interrumpe este momento de paz en mi casa. Mi hijo, sano, duerme en su cuna; mi esposo, sano y a quien adoro, trabaja en su oficina y llegará en un par de horas; mi familia está bien… y yo, yo estoy contenta y muy agradecida por este té y esta vida tan pero tan perfecta.