Hoy, hace cinco años, murió mi suegro. El papá de Vic era un hombre admirable: divertido, siempre de buen humor y muy, muy creativo. Era un verdadero artista: le gustaba pintar, hacer escultura, bailar, tocar la guitarra, escuchar todo tipo de música, leer todo tipo de libro, hacer fiestas, festejar todo. Si alguien celebraba la vida era mi suegro, con una actitud tan optimista y amable que se ganó la admiración de todo aquel que lo conoció.
Mi suegro murió de repente, sin estar enfermo, por lo que su muerte nos tomó a todos por sorpresa. Lico, como le decían sus nietos, fue parte de mi vida por muy poco tiempo. Sin embargo, cinco años bastaron para comprender su alma y entender su filosofía: “En esta vida, lo único que debes tomarte en serio son las fiestas”, nos decía. Y otra de sus máximas era: “La felicidad se trabaja todos los días”. Vaya que vivió su vida congruente con estas ideas.
Lico me llegó a querer mucho, y yo a él. Quizá porque coincidíamos en muchas cosas: nos gustaban las manitas de cangrejo, las crepas de cajeta, Woody Allen… y en común teníamos a nuestra persona favorita: Vic. Hoy lo sigo extrañando mucho porque no he vuelto a conocer a alguien que sienta un amor tan inmenso por la vida. Su pasión por vivir era contagiosa, y su sentido del humor era un bálsamo en medio de la rasposa cotidianeidad.
Alguna vez mi suegro organizó un Festín de Babette para la familia. Inspirado en dicha película, realizó una cena espectacular con un chef que preparó el mismo menú refinado, francés, y perfectamente maridado. Lo hizo porque creía que la cocina era una de las formas de decirnos cuánto nos quería.
Cito uno de los últimos diálogos de esta película danesa: “Estaré con ustedes hasta el fin de mis días. En todas las horas que me concedan. No físicamente, sino con el alma. Hasta el final de mi vida me sentaré a cenar con ustedes. Esta noche comprendí que todo es posible… esta vida, no termina aquí”. Estoy segura de que mi suegro nos quiso decir lo mismo en cada brindis, en cada fiesta que nos organizó, y sé que no fue casualidad que eligiera este festín para dejarnos, una vez más, su mensaje: seamos felices, amémonos y nunca se vayan sin decir “te quiero”.
Y cierro con un párrafo del prólogo del libro que mi suegro comenzó a escribir y que no terminó, y que encontramos entre sus pertenencias días después de su muerte:
“Es triste ver que no alcanzará el tiempo para todo lo que hay que hacer, pero hay también algo alentador en la comprensión de que la muerte es el modo en que Dios nos hace saber que no hemos sido llamados a salvar solos el mundo, a mantener el sol en lo alto, a hacer girar este viejo globo terrestre. A lo que sí estamos destinados es, según creo yo, a ocupar una posición, pequeña, temporal, iluminar por un breve momento y luego desaparecer.”
En su memoria, con mucho cariño.
Enero 11, 2012.