Precisamente hoy que tuve un buen berrinche en casa, porque Bernardo decidió aventar el plato al suelo para demostrarme que ya no quería desayunar, me topé con este pensamiento, publicado por primera vez en la década de 1930 en el People’s Home Journal. Es una linda reflexión, cursi tal vez, pero que a casi todos los que somos papás nos puede conmover… De que hay que poner límites, hay que ponerlos, pero analicemos qué tanto de nuestro mal humor o exigencias como adultos transmitimos a nuestros hijos… más cuando aún son bebés.
Papá olvida, de W. Livingstone Larned
“Escucha hijo: voy a decirte esto mientras duermes, con una manita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. Hace unos minutos, mientras leía mi libro en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Pensaba que me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con la toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te llamé la atención también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin ningún cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiada mantequilla en el pan. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el coche, te volviste y me saludaste con la mano y me dijiste: ‘¡Adiós, papito!’ ; y yo fruncí el entrecejo y te respondí: ‘¡Ten erguidos los hombros !’
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en los pantalones. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí: ¡Los pantalones son caros y si tuvieras que comprarlos tú, serías más cuidadoso! Pensar, hijo, que un padre diga eso…
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido ? Cuando levanté la vista, impaciente por la interrupción, titubeaste en la puerta. ¿Qué quieres ahora?, te dije bruscamente. ‘Nada’, respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno pudo extinguir. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor: ¿qué estaba haciendo de mí la costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender; esta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara, era que esperaba demasiado de ti. Te medía según la vara de mis años maduros.
¡Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter! Ese corazoncito tuyo es tan grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche.
Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; se que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto. Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré mas que decirme, como si fuera un ritual: ‘No es mas que un niño, un niño pequeñito’.
Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado, demasiado, demasiado.”
Autor : W. Livingston Larned
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