Un charquito de líquido amarillo sospechoso comenzó a asomarse por las patas del congelador de mi cocina. Primero pensé que Lacho, mi perro Lhasa Apso, había hecho de las suyas, aunque nunca antes se le había ocurrido hacerlo en ese lugar… Luego descubrí que el líquido provenía de adentro del congelador, así que no quise ni abrir la puerta porque me daba terror lo que pudiera estar pasando adentro. Cuando me decidí a hacerlo me quedé helada, mucho más helada de lo que debían estar las cosas del congelador, pues resultó que estaba descompuesto y toda la comida había empezado a descongelarse!!!
Evidentemente lo primero fue llamar a los del servicio técnico para que me hicieran una visita exprés con carácter de urgencia… ¡obvio que no! En México eso no existe, y la burocracia y los sistemas “inteligentes” no están diseñados para atender “casos especiales” que saquen a la gente del departamento de atención a clientes de su guión: las citas se programan con 24 horas de anticipación, no antes, así que ni hacerme ilusiones de que el día de hoy el asunto quedara resuelto. A limpiar y tirar y cocinar y regalar y comerse lo del congelador, no había alternativa… El asunto toma la delantera en la lista de prioridades del día.
Esta es una historia de terror: ¿qué haces con tanta comida que tenías congelada en porciones y porcionzotas, cuando toda ella empieza a descongelarse de un jalón?? No hay mucha opción: o empiezas a cocinar y a alimentar a toda la cuadra o regalas lo que tienes porque ni te lo puedes comer todo en uno o dos días ni quieres tirar tanta comida “buena” a la basura.
Cuando entré en más calma me di cuenta de que no era tan malo lo que estaba pasando. De hecho, conforme iba descubriendo cuánta cosa tenía congelada (porque… ¡cuánto le cabe a un congelador si usas bolsas ziploc y topersitos diminutos para congelar porciones de sobritas!). Dos bolsas de salsa taquera del Tizoncito (¿a poco no? De las mejores salsas para tacos, por eso se entiende que estuvieran congeladas) que me hicieron recordar la fiesta de hace exactamente… ¡un año y medio! Dios mío, hay que tirarlas. Luego, medio paquete de granos de maíz pozolero que vencían en 2009… osea que ¿desde cuándo las tenía? ¡A la basura! Un toper blanco misterioso que al abrirlo contenía un líquido rosa… ¡ah, la nieve de toronja de hace mil años! A la coladera… Un paquete muy sospechoso: envuelto en capas y capas de aluminio y luego de plástico… ¡un trozo de queso patagrás finísimo que me regaló mi tía Deifilia en Navidad! ¡Bingo! Está en perfectas condiciones, no me acordaba de él y acabo de hacerme una quesadilla que sabe a gloria… tendré que usarlo pronto en pastas y platillos al horno. Luego, tres empaques de plástico bien cerraditos y eso sí resultó una sorpresa: rebanadas y rebanadas de pierna ahumada del Año Nuevo ¡antepasado! Osea, debo confesar que me da vergüenza ir narrando el contenido de mi congelador, lo siento.
Soy de las que le tiene mucha fe a eso de la congelada: sí creo que usar SABIAMENTE el congelador te ayuda a ahorrar tiempo y hasta dinero… pero si no lo usas con inteligencia puede ser al revés. El congelador no es una bodega gélida para esconder alimentos que no sabes qué hacer con ellos ni para depositar eternamente las sobras de excesos de comida… Aprender a compartir, a planificar y a rotar la comida sería lo sabio. Ahora que tampoco se imaginen un congelador apestoso y abandonado… También tenía congeladas cosas que sí servían y que estaba usando: porciones de claras de huevo para omelettes ligeros, de caldo de pollo para mis sopas rápidas, galletas y scones listos para hornearse, y porciones de sopas y purés para Bernardo… muchos empaques sí estaban etiquetados. Pero debo reconocer que lo que estaba en los niveles más bajos del congelador no lo pelaba y que más del 50% del contenido eran restos que no podían identificarse o que ahora, una vez descongelados, se antojan poco (como las fresas que se ven grises y aguadas).
Lo voy tomando con más filosofía y mientras sigo limpiando le busco el lado amable a esta tragedia casera: al menos hoy Bernardo y yo hemos comido como en restaurante: cada quién una sopa y un guisado diferente, y yo no tuve que cocinar… De alguna manera, creo que la indigestión de mi congelador era mi destino para este día, pues he tenido la paciencia –y sobre todo, el tiempo (Bernardo dormía la siesta)– para dedicarme a una de las tantas chambitas caseras a las que uno siempre les da la vuelta pero que son inevitables.
Y mientras limpio y saco y me sorprendo de todo lo que he guardado por meses y años en mi congelador, recibo una llamada telefónica también como caída del cielo: es Doris, mi editora, para decirme que ya tiene a mi nuevo bebé en sus manos: mi libro ha nacido, y nació muy bien.
¡Bonito fin de semana!
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