Y que nos toca. La primera fiebre de Bernardo. Fue como volver a los primeros días de su nacimiento, porque esa noche fue no dormir y no saber ni cómo consolarlo. El pobre adquirió de quién sabe dónde una infección en la garganta que se vino a manifestar muchos días después con tremenda fiebre que apareció como de la nada. Por la tarde le empecé a sentir muy caliente la cabeza, y de repente su temperatura era de 38.3 grados, y luego subió a 39.5! Entonces sí que nos asustamos porque además el termómetro digital que tenemos es bueno para alarmar a los papás inexpertos: se prende una luz roja de alerta que claro que te espanta, más aún cuando se trata de la primera vez que tu hijo tiene fiebre. Sin duda, Víctor y yo estuvimos un poco espantados, y llamándole al pediatra –que seguro nos alucinó– cada vez que nos entraba alguna duda (“¿y si sube más de 39, qué pasa?”, “¿y si me quedo dormida y no me doy cuenta de que le sube la fiebre?”, “¿me puedo dormir tranquila?” —jajaja, “ilusa”, ha de haber dicho…). Ni yo sabía la noche que nos esperaba…
Lo más feo para mí fue tener que meterlo a la tina con agua tibia-casi-fría para bajarle los 39 grados mientras Vic se fue a la farmacia por la medicina. Eran las 11:30 de la noche y mi hijo temblaba y lloraba de tal manera, desnudito en el agua, que yo me sentí la más desgraciada. No hubo forma de consolarlo, solamente en mis brazos se mantenía calmadito, así que me eché, como hacía mucho no me echaba, toda la noche despierta, sentada en la cama o en el sillón de su cuarto cargándolo e intentando, sin éxito, dejarlo en la cuna cuando parecía estar dormido. Y claro, al momento de soltarlo, venía el llanto y la “no resignación” de mi parte de intentar una vez más dormirlo con la ilusión de lograr, tal vez, volver a mi cama. Nunca sucedió. Me aventé toda la noche y la madrugada así, pegadita a él, hasta que la luz del día comenzó a entrar por la ventana y me di cuenta de que de las 12 de la noche habíamos llegado a las 3, a las 5 y a las 8 de la mañana sin pena ni gloria. Empecé a escuchar a los vecinos de arriba iniciar sus actividades (la regadera, los pasos, las voces…) y para mí seguía siendo el mismo día. Y el edificio se vació de vecinos, y Victor se fue a trabajar, y yo seguía en las mismas. Así que cuando finalmente me armé de valor para dejar llorar a Bernardo un ratito, me metí a la regadera, me bañé y me vestí; hice la cama (ahora sí bien resignadota) y volví al lado de mi bebé, para seguirlo arrullando y continuar el laaargo día.
En efecto, bien dicen que con los hijos te sale la energía de quién-sabe-dónde. Más bien, no te queda de otra, yo diría. Y además, mi aliado ha sido, desde que nació Bernardo, el Starbucks drive-thru así que subí al hijo al auto y me fui por mi cafecito del día porque al menos yo de ahí saco la pila.
Ahora Bernardo ya empieza a sentirse mejor. Tiene una voz ronquita muy enternecedora. Vuelve a ser el mismo porque ya no está tan serio ni checho. Con días como estos, la pregunta sería: “¿qué hay de celebración en esto?” Creo que, después de todo, no pasó de una fiebre y de un par de malas noches, nada más. Afortunadamente mi hijo es un niño sano y tenemos la fortuna de no estar en otra situación verdaderamente difícil. Mis respetos a los padres cuyos hijos padecen verdaderos problemas de salud. Y como me dijo mi hermana, cuyas hijas ya son unas adolescentes: “Uy, y lo que te falta”, así que mejor tomarlo con filosofía…