Llegó el día. El día de ser la señora a la que le echan una mirada fulminante por el showcito que se está aventando con su hijo en plena tienda. Aluciné la mirada de la vendedora de la óptica a la que fui con mi mamá y Bernardo, y mientras mi hijo me soltaba manotazos porque no quería que lo cargara y sólo quería correr como loco por toda la tienda, yo me defendía de él, sí, de mi propio hijo, y se me subía el calor al rostro por la escena que estábamos dando.
Ya analizándola, creo que Bernardo estaba un poco cansado y, paradójicamente (aunque en los niños esto no es ninguna paradoja) ávido de correr y ser perseguido por toda la tienda. Me pareció muy comprensible que mi hijo de año y medio quisiera corretear por el lugar; esperar que se estuviera quieto hubiera sido absurdo. Sin embargo, después de unos minutos de jugar con él necesité que el juego terminara para ayudar a mi mamá a escoger su armazón. Evidentemente, Bernardo se la estaba pasando muy bien y nada le agradó que le cortara tan abruptamente su juego. Lo cargué y empezó a retorcerse y a patalear, le dije que “no” con voz enérgica, pero le valió gorro y comenzó a soltarme manotadas en la cara. Y mientras le detenía una mano, me golpeaba con la otra, hasta que instintivamente yo también le solté unas manotadas –acompañadas de más gritos de ambos– y ahí se dio el punto cumbre de la escena que remató con mis lentes cayendo al suelo y el vendedor recogiéndolos y limpiándolos para mí. Se hizo el silencio, y ahí fue cuando noté la mirada de escrutinio de la otra vendedora, peinada por cierto con fleco ochentero (digo, amerita señalar este importante detalle), que me echaba unos ojos de absoluta reprobación.
Sentí la cara roja, caliente, estaba fúrica. Me senté con Bernardo en un sillón y lo contuve ahí. Creo que le dije algo así como “basta, estoy enojada” y le di la espalda. Se quedó callado, quieto, y en pocos segundos comenzó a coquetearme, sí, a coquetearme. Se inclinaba, asomándose para verme, mientras me decía “mamiiiiii” al tiempo que me sonreía y juntaba el cachete con el hombro. Lo hizo dos o tres veces, y en cada ocasión le contesté que seguía enojada con él. Mi mamá casi cae en sus argucias, por lo que le prohibí enérgicamente que le hiciera fiesta alguna o se riera con Bernardo (que estaba siendo bastante simpático y seductor). Aquel se mantuvo quieto gracias a un libro de cuentos que le di, y yo me puse a leer los mails en mi BlackBerry mientras le hacían el examen de la vista a mi mamá. Y casualmente entre mis mails encontré un correo de la revista Parents que hablaba, precisamente, de los berrinches y de establecer límites. Sé que es momento de ponerme a leer todos los libros que compré sobre estos temas. Me queda claro que haber reaccionado con manotazos no fue la solución ni la mejor respuesta pues como afirma el artículo, con eso le enseñas a tus hijos que pegar está bien o que “el que pega más fuerte gana”. En palabras de los expertos suena muy sencillo cómo debemos actuar las madres ante los berrinches de los hijos, pero en la práctica no siempre es fácil contener las propias pasiones, sobre todo cuando sientes que tu hijo te está humillando (aún sin saberlo) frente a los demás.
Aquí me detengo por ahora: lo que aprendí en esta ocasión fue que no puede importarme ni un pelo si alguien más me está viendo y reprueba mi conducta como madre. Estoy aprendiendo a serlo, y a Bernardo le tocó ser mi conejillo de indias, ni modo. Ambos estamos aprendiendo, por lo que prefiero ser más condescendiente conmigo misma y darme la oportunidad de echarme estos osos de vez en cuando y decirme, mientras me calmo, “no pasa nada”…
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