Me causa mucha gracia ver que Bernardo ya aprendió que, para “agradarle” a Lacho –nuestro perro– sólo tiene que compartirle las galletas que le doy de cenar. Y es que nuestro Lhasa Apso (raza rara en México, sí, pero básicamente es un perro mediano y muy muy peludo que parece trapeador…) es un perro de esos que les gusta ser el centro de atención. A Lacho lo tenemos casi desde que nos casamos, es decir que fue nuestro “hijo único” casi por 7 años, hasta que llegó Bernardo a romperle el esquema. Lacho ha sufrido mucho, aparentemente, la llegada de Bernardo. Desde el embarazo lo sentí chipil y semanas antes del nacimiento de Bernardo comenzó a hacerse pipí y popó en nuestro departamento (cosa que rara vez hace). Durante los 3 primeros meses de Bernardo no le permití acercársele mucho, por obvias razones, si bien Vic y yo somos fieles creyentes de que no hay mejor cosa para nuestro hijo que crecer junto a un perro en casa. Cuando consideramos que ya estaba en mejor edad para convivir más de cerca con el perro, le dejamos agarrarlo y hemos permitido que Lacho lo lamiera, oliera y todo eso… con precaución, claro. En cuanto Bernardo comenzó a gatear, las cosas cambiaron: perseguía a Lacho y lo buscaba… sin obtener respuesta. Lacho se le esconde: cuando Bernardo está muy “intenso” o gritón, a Lacho lo encuentras escondido en el clóset, detrás del espejo o en el cuarto de lavado. Le huye a Bernardo, quien cero le tiene miedo y a quien le causaba mucha curiosidad en un principio.
Bernardo ya sabe quién es Lacho y lo busca si le preguntas dónde está. Bernardo está muy acostumbrado a él y, quizá, a que éste no lo pele. Parece que ya entendió cómo es la dinámica con Lacho… y que lo que puede captar su atención –además de un pañal cagado– son sus galletas. Así que hoy caché a Bernardo compartiendo su galleta con Lacho y claro, Lacho nada tonto sí le hace caso al niño cuando trae galleta. Primero, le llamé la atención a Lacho, y los dos, como en complicidad, se quedaron calladitos y sin inmutarse. En cuanto me alejé, Bernardo volvió a ofrecerle a Lacho su galleta, pero esta vez lo caché volteando a verme como para asegurarse de que yo no me diera cuenta. Entonces, se agacharon los dos, casi tirándose al suelo, y claro, Lacho se comió la mentada galleta. Me moría de la risa, pero fingí demencia y que no me daba cuenta (porque se supone que debo ser “congruente” ante el niño… y ante el perro, no?) pero me causó mucha diversión la escena y gran orgullo descubrir que mi hijo, a su tan corta edad, ya va viendo cómo funcionan esto de las “relaciones públicas”… jajajaja.
Saludos!